EL DESBARATO



16 de marzo del año 1501. Cae la tarde y las primeras sombras han comenzado a proyectarse sobre un escarpado cerro situado en la cara norte de Sierra Bermeja, al tiempo que una avanzadilla capitaneada por el noble cordobés don Alonso de Aguilar alcanza su cumbre. Persiguen a ciertos rebeldes mudéjares que tienen allí su campamento.

Por detrás, el grueso de las tropas cristianas ascienden distanciadas de la vanguardia; hasta que, en medio de la oscuridad y cada vez más desnortadas, terminan yendo a parar al borde de un tenebroso barranco que hace imposible su avance.

Más arriba, a varios tiros de arcabuz, los primeros soldados llegados al real de los moros han soltado las armas e inexplicablemente se disponen a robar ropas y enseres a pesar de las advertencias del noble. Las mujeres musulmanas permanecen en el interior de las tiendas cuidando de sus hijos y de las escasas posesiones. Están, literalmente, a merced de los cristianos; sin embargo, la situación va a dar un vuelco radical.

En cuestión de segundos, los insurrectos vuelven a la carga saliendo desde la maleza con una furia desmedida para defender a los suyos y logran poner en fuga a la mayor parte de la sorprendida milicia. Efectivamente, las tornas han cambiado y los inexpertos soldados se precipitan ahora ladera abajo por aquellos taludes en una agónica huida y con un desconocimiento absoluto del terreno. Tan solo un reducido grupo de valientes caballeros, con don Alonso a la cabeza, ha elegido quedarse y enfrentarse al enemigo, a sabiendas de que les espera una muerte segura. A partir de ahí, lo sucedido durante el resto de esa larga noche pasará a los libros de historia como un auténtico desastre.

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar el conocido como cerro del Calaluz, las águilas reales se convertirían en testigos callados de un cruento escenario: cuerpos despeñados en el fondo de los barrancos, jinetes y caballos asaeteados de madrugada entre los pinos mientras bajaban la vertiente; y los primeros buitres sobrevolando el lugar de la masacre alrededor de los cadáveres o —lo que es peor— de los desdichados que aun agonizaban con las cabezas abiertas por el impacto de los peñascos lanzados desde las alturas.

Según la crónica de Andrés Bernáldez, unos ochenta hombres perdieron la vida esa noche en nuestra sierra —el padre Mariana habla de doscientos— en una sonada derrota cuyo eco se extendió por todos los reinos peninsulares dando pie a multitud de romances y cantares.

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