Sierra Bermeja (II): 1501, el desbarato

Águila real
(Fuente: Pinterest)
INTRODUCCIÓN

Si en una entrada anterior titulada Los rebeldes de Daidín explicábamos cómo se había ido gestando durante el otoño del año 1500 una gran sublevación de los mudéjares por la Serranía de Ronda, hoy vamos a centrarnos en el que fue su episodio más recordado: el conocido como Desbarato de Sierra Bermeja.

FRANCISCO DE MADRID

Para mediados de octubre y alimentada por el rumor de que los Reyes Católicos obligaban a los moros a bautizarse, la mecha rebelde había prendido ya de tal forma que los robos de ganado, secuestros y asesinatos de colonos cristianos empezarían en poco tiempo a ser algo habitual en la comarca.

Los monarcas deciden entonces tomar cartas en el asunto con la firme intención de evitar que se propagaran aun más las revueltas; y para ello, envían a Ronda a su secretario real, don Francisco Ramírez de Madridun valiente artillero que se había ganado la confianza de la Corona tras demostrar repetidas veces su valía en el campo de batalla llegando a ostentar el cargo de capitán general de la Artillería, con el que también intervino exitosamente en la guerra de Granada.

Guerra de Granada. Artillería castellana durante un asedio
(Fuente: Arrecaballo. Autor: Angus McBride)

Sin embargo, a pesar de su esfuerzo pacificador, por el mes de noviembre el veterano militar reconoce abiertamente que la situación se le está yendo de las manos —sobre todo en Sierra Bermeja, Daidín y el Havaral—, ordenando entonces al capitán de la guarnición de Marbella que no dé tregua alguna a las cuadrillas de salteadores; y, en caso de que estos volviesen, "hacerlos pedazos o prenderlos y ahorcarlos".

Vista la delicada situación y sofocadas ya las insurrecciones musulmanas que por esas mismas fechas se habían producido en tierras almerienses, los reyes dan un paso más y ordenan al conde de Cifuentes reunir a un gran ejército en la ciudad de Ronda como fuerza disuasoria.

A pesar de todo, Francisco de Madrid no pierde la esperanza y hasta el último momento intentará evitar un conflicto armado. Así, a primeros de febrero de 1501 ordena notificar en Marbella —e incluso pregonarlo para que se enteren los insurrectos— que "en un plazo de diez días, todos aquellos que quisieran ser cristianos, viniendo al bautismo, serán bien tratados; y los que quieran seguir siendo moros, que se vayan fuera del reino de Granada antes de que llegue el ejército". 
(Texto adaptado)

Pero el concejo marbellí tergiversa deliberadamente el contenido de estas instrucciones y el corregidor de la ciudad da por finalizado el plazo de conversión justo el mismo día en que se pregona la carta, advirtiendo a todos que se preparen para hacer la guerra a los mudéjares. 

A partir de aquí, muchos forasteros y vecinos se dedicarán "a maltratar a los moros de paz, robando sus ganados y negando las aguas del bautismo a los que venían a la ciudad con la intención de convertirse". Sintiéndose apoyados por las autoridades concejiles, puede que estos cristianos viejos pretendieran con ello "apoderarse de las casas y tierras de quienes estaban obligados a marcharse si porfiaban en ser musulmanes".

Los prosélitos moros del arzobispo Ximénes. Granada, 1500. Autor: Edwin Long
La obra representa un bautismo masivo de musulmanes.
(Fuente: Wikimedia Commons)

LA LLEGADA DEL EJÉRCITO

Mientras tanto, para mediados de mes, las calles de Ronda se verían ya frecuentadas por una multitud de peones, ballesteros, espingarderos, jinetes, capitanes y demás gente de tropa que formaban parte de aquel poderoso ejército acampado en sus inmediaciones.

A la cabeza del mismo, junto a Juan de Silva —conde de Cifuentes—, que venía con su hueste de Sevilla, se hallaban también Juan Tellez Girón —conde de Ureña— y don Alonso de Aguilar, ambos con sus respectivas casas; a los que se unirían luego las milicias de Sevilla y Jerez, así como los concejos de Carmona y Málaga.

Alojado probablemente en el palacio de Mondragón, el noble cordobés don Alonso de Aguilar, veterano en las campañas de  Granada, llegaba habiendo cumplido ya los 54 años de edad y con una larga experiencia también en conflictos nobiliarios y religiosos, pues no solo los mudéjares vivían entonces al borde del abismo. 

Sin ir más lejos, en su misma ciudad natal, don Alonso había podido comprobar, siendo alcalde mayor, como los judíos convertidos al cristianismo sufrieron en sus carnes la discriminación y el maltrato por parte de los llamados cristianos viejos durante la segunda mitad del siglo XV.

LOS JUDÍOS CONVERSOS DE CÓRDOBA

Recordando uno de los casos más sonados, existía en Córdoba una cofradía llamada de La Caridad, en cuyos estatutos se exigía la condición de ser cristiano viejo, de pura y antigua raza, para ser admitido como miembro; lo que hizo que muchos se apresurasen a entrar en dicha hermandad para dejar claras sus diferencias con judíos y conversos. 

Don Alonso había tomado cartas en el asunto a favor de los conversos, mientras que su tío —el conde de Cabra— y otros nobles encabezaban el bando contrario.

Así las cosas, uno de los primeros días de marzo de 1473 salió en procesión dicha cofradía desde el convento franciscano de San Pedro el Real y cuentan que, al pasar por un lugar que llamaban del Rastro, una chiquilla asomada a un balcón dejó escapar unas gotas de un jarro, las cuales fueron a caer justamente sobre la imagen de la Virgen María. 

Matanza de judíos en Écija
El 6 de junio de 1.391, un numeroso grupo de vecinos, arengados por el arcediano
de la catedral, entran el barrio de la judería asesinando a un gran número de judíos.

Quiso también el puñetero azar que en esa casa viviera precisamente un cristiano nuevo, de ahí que el incidente fuera interpretado entre los cofrades como premeditado, lo cual provocaría a la postre una oleada de enfrentamientos y asaltos contra las viviendas y negocios de los conversos.

La situación empeoró todavía más cuando, en medio de las revueltas, un herrero que se había puesto a la cabeza de los cristianos viejos hirió a un escudero provocando la intervención directa del propio don Alonso de Aguilar, que terminó matando al líder rebelde de un lanzazo.

En el entierro de dicho herrero circularon luego rumores de insurrección y el noble tuvo que movilizar a sus tropas; pero los disturbios contra los antiguos judíos continuaron y hubo más muertes y saqueos, obligando a don Alonso y a su hermano Gonzalo Fernández de Córdoba —"el Gran Capitán"— a encerrarse en un castillo junto a los conversos que habían podido trasladar hasta allí. 

Finalmente, los supervivientes tuvieron que huir de la ciudad dejando abandonados sus hogares y negocios de la judería, y exiliándose muchos de ellos en la cercana plaza de Gibraltar.

LA CARTA DE DON ALONSO

Continuando esta misma línea y apoyado por las directrices de los monarcas, no ha de extrañarnos que don Alonso de Aguilar, durante estas semanas de estancia en Ronda, escribiera una carta al concejo de Marbella recriminándoles su actuación días atrás al no seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas de don Francisco de Madrid. En la misiva les instaba igualmente, bajo pena de pagarlo con sus personas y bienes, a reparar los daños causados y a dejar de poner obstáculos a los mudéjares que querían bautizarse.

Claustro del Palacio de Mondragón (Ronda)
Edificio mudéjar renacentista donde se instalaron los Reyes Católicos.
en 1.485 tras la conquista de la ciudad. Se cree que aquí se alojó
también el caballero don Alonso de Aguilar.
(Fuente: Wikimedia Commons. Autor: Froderamone)

Sin embargo, la situación se había complicado tanto que las aguas no iban a volver a su cauce tan fácilmente, porque durante estos meses muchos hombres sin concierto ni mandato del rey, habían entrado a saco por iniciativa propia en varias alquerías "y con esto se alborotaron mucho más los moros y se retrajeron todos los de aquella comarca a la Sierra Bermeja". 

Pocos días después la decisión ya estaba tomada y los capitanes generales daban la orden de partir desde la ciudad del tajo, convencidos de que su sola presencia ayudaría a pacificar por fin estas tierras.

EL EJÉRCITO SE PONE EN MARCHA

En su recorrido, los expedicionarios atraviesan primero las aldeas de Montejaque y Benaoján y consiguen el 23 de febrero que la mayoría de sus vecinos acepten el cristianismo. Al día siguiente se encaminan hasta el Havaral rondeño; pero van a encontrar allí muchos lugares que ya habían sido total o parcialmente abandonados por sus moradores; así que, estando ya el 2 de marzo en el real de Alendín y acompañados por el sonido de las trompetas, los heraldos "declaran formalmente la guerra a todos los mudéjares dados por traidores". Varios días después las tropas toman la alquería de Monarda a viva fuerza

Los destinatarios de esta declaración de guerra no eran otros que las gentes del Havaral, refugiados ya por esas fechas con sus familias y bienes en un agreste cerro conocido como el Calaluz de Sierra Bermeja, cerca de Genalguacil y que algunos investigadores sitúan en el conocido hoy como cerro del Canalizo. 

Intentando darles caza, para el día 13 los cristianos habrían instalado ya su campamento al pie de esta escarpadura, junto a un gran arroyo —el Almárchar—, que hacía las veces de frontera natural entre ambos bandos.

Río Almárchar. Jubrique
(Fuente: Web diputación de Málaga)

EL DESBARAJUSTE CRISTIANO

A partir de ese momento, algunas partidas de caballeros y peones estuvieron durante varias jornadas saliendo del real cristiano hacia los lugares que los moros habían ido abandonando en su precipitada huida; y regresando al poco cargados de provisiones para las tropas: trigo, cebada, pasas, semillas y hasta vacas y cabras. 

Pero el día 16 de marzo, cuando el sol comenzaba a ocultarse por el noroeste, al parecer los rebeldes bajaron hasta el mismo pie de la ladera en un desesperado intento quizá de defender aquel último paso que protegía su recóndito campamento; y sin previo aviso comenzaron a dar grandes alaridos, como para atraer la atención del enemigo. 

Y a fe que lo consiguieron porque algunos soldados, "de mala ventura y aconsejados por el diablo", se dejaron llevar por sus ansias de pillaje y, sin consultar a sus superiores —que tendrían órdenes de no entrar a las escaramuzas—, tomaron por su cuenta y riesgo una bandera para atravesar a continuación el arroyo en su persecución.

Desde ese instante, el real cristiano se desmandó por completo convirtiéndose en un absoluto desbarajuste, pues otros muchos hombres tuvieron que salir en su ayuda sin plan ni concierto; entre ellos el aguerrido don Alonso de Aguilar con todos los suyos; y, más atrás, el conde de Ureña y sus hombres.

LA SUBIDA

Al percatarse de la impetuosa embestida cristiana, los mudéjares se dieron la vuelta y comenzaron a subir por la escarpada pendiente, llegando cada cierto tiempo a zonas más aplanadas, donde previamente habían acumulado armas para la defensa. 

Una vez allí, aprovechando su posición más elevada, se enfrentaban a los cristianos —ya fuera con saetas, lanzas o incluso pedradas— desde aquellos parapetos de troncos y rocas; y de nuevo ascendían otro trecho hasta el siguiente llano para volver a repetir la emboscada. 

De esa forma, y cada vez más acuciados por el enemigo, conseguirían llegar en su vertiginosa escapada casi a lo alto del cerro, un espacioso llano "fortificado con peñas y espesuras" en el que habían levantado el campamento. Al mismo tiempo y escondidas en el interior de las tiendas, las esposas de los rebeldes cuidaban de los niños y custodiaban sus escasas posesiones esperando llenas de angustia el desenlace de aquella violenta escaramuza.

Justo después de ellos, llegaba también arriba el destacamento capitaneado por don Alonso de Aguilar; y con él, rozando casi los sesenta años —"edad avanzada para andar trepando riscos"—, lo hacía también el artillero Francisco de Madrid, poniendo en fuga de nuevo a la hueste mudéjar, que se refugió ahora por entre las rocas que rodeaban su real.

Más abajo, la situación empezaba a complicarse sobremanera: el desconocimiento del abrupto terreno y la cercanía de la noche habrían hecho mella en los perseguidores provocando que el resto de las tropas, capitaneadas por el conde de Ureña, se desnortasen. 

Batalla de la Axarquía (marzo de 1843)
El conde de Cifuentes y Alonso de Aguilar formaron parte de esta expedición
en la que las tropas cristianas sufrieron un duro revés por parte de los axarquianos
en la conocida como Cuesta de la Matanza.
(Fuente: Arrecaballo. Autor: Angus McBride)
EL SAQUEO 

Llegados a ese punto, la lamentable actuación de las milicias cristianas daría un giro radical al desenlace de la contienda. De esta forma tan explícita lo relata Andrés Bernáldez, el cura de los Palacios: 

"Cuando los primeros castellanos llegaron a las tiendas de los moros, llevándolos ya casi derrotados, inexplicablemente soltaron las armas y comenzaron a cargar ropas y utensilios de la hacienda de los enemigos. E igualmente echaban mano de las moras y de los pobres muchachos sin haber todavía vencido". 
(Texto adaptado)

De nada servirían las continuas advertencias de don Alonso de Aguilar, que intentaba inútilmente hacerse oír por encima de los lamentos de las mujeres y los niños, para poner algo de compostura entre sus hombres: "Adelante, señores, no robe ni se pare ninguno". Pero ya era demasiado tarde. La codicia de muchos de aquellos soldados les había llevado a vender la piel del oso antes de cazarlo.

EL CONTRAATAQUE DE LOS MUDÉJARES

Enervados por lo que acababan de presenciar desde su privilegiada posición —"y doliéndose de sus mujeres e hijos"—, los insurrectos irrumpieron de nuevo con una furia desmedida en su desvalijado real, pillando a casi todos los cristianos indefensos. 

La mayoría optó por dar la espalda al enemigo para huir luego ladera abajo —algunos incluso cargarían con los fardos robados—. Por contra, solo unos pocos caballeros, entre los que estaban el de Aguilar y Francisco de Madrid, decidieron permanecer en su puesto enfrentándose a ellos con decisión y sabiendo a lo que se exponían.

Y unos huyendo y otros peleando llegó la noche y sus sombras se fueron apoderando del agreste cerro; aunque quiso la siniestra fortuna que, en esos momentos de caos, prendiera un barril de pólvora, provocando con su explosión tales llamaradas sobre el campamento mudéjar que por un instante se hizo de día en el escenario de la pelea. 

Los musulmanes, al percatarse entonces del reducido número de enemigos que realmente quedaban en la cima del cerro y de que la mayoría se daban a la fuga, se envalentonaron aún más lanzando un contraataque en toda regla.

LA MUERTE DE DON ALONSO

Mucho se ha escrito sobre cómo fueron los últimos instantes que rodearon la muerte del noble don Alonso de Aguilar. Aunque hay algunos cronistas que tiran de épica y se dejan llevar más por sentimientos patrióticos que por la realidad de los hechos.

Por ejemplo, Ginés Pérez de Hita relata que "se halló solo, desamparado de los suyos, y viendo que allí no había más remedio que morir, tomando por abrigo aquellas altas peñas para tener las espaldas seguras, mostró su gran valor matando por su propia mano más de cincuenta moros de los que atrevidamente osaron acercarse  hasta él. Entonces, advirtiendo estos que tan bien se defendía y que no se le podía entrar sin peligro, mudaron las armas para ofenderle y a pedradas lo mataron.
(Texto adaptado)

El Padre Mariana habla también en su crónica de un violento combate final contra el cabecilla de los insurrectos, un fornido mudéjar muy temido por los cristianos, al que llamaban el Ferí de Benestepar; aunque otros historiadores dan escasa credibilidad a este hecho.

Sea como fuere, lo cierto es que en este risco, situado en la cara norte de nuestra sierra, perderían la vida el noble cordobés, el artillero don Francisco de Madrid y otros valientes caballeros.

EL CONDE DE UREÑA

Batalla de Loja, 1483
El rey Fernando sufre un duro revés al intentar tomar la ciudad.
Alonso de Aguilar también tomó parte en aquella campaña.
(Fuente: Arrecaballo. Autor de la imagen: Angus McBride)

Y mientras arriba iban cayendo uno a uno los escasos combatientes que habían antepuesto su honor a la deshonra de la retirada, el resto de los soldados bajaba en desbandada por los inclinados taludes, si antes cazadores, ahora convertidos en fácil presa de los rebeldes. 

No serían pocos los que se perdieron por aquellas accidentadas trochas. Incluso se cuenta que algunos supervivientes tardaron varias jornadas en encontrar el camino de vuelta al campamento cristiano porque fueron a salir lejos de allí, por la otra parte de la sierra.

Aún más abajo, el conde de Ureña, —que se hallaba separado de don Alonso a unos dos tiros de arcabuz— no había podido finalmente acudir en su ayuda por haber ido a parar al borde de un inexpugnable y cada vez más lúgubre barranco que frenaba en seco su avance.

Así pues, y viendo lo apurado de la situación, el de Ureña ordenó encender hogueras inmediatamente para ayudar a los desdichados que intentaban salir de ese laberinto de rocas, arboleda y desfiladeros en medio de la negrura más absoluta y bajo una lluvia de flechas y piedras. Entre ellos, el hijo de don Alonso, herido en la pierna y con varios dientes rotos. 

Según refiere el investigador y escritor esteponero Francisco J. Albertos —cuya web Estepona en su historia me ha servido de referencia para narrar lo acaecido esa noche, por ser gran conocedor de este y otros muchos episodios de la historia de Estepona—, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, el noble cordobés le había ordenado previamente al muchacho que abandonase el lugar diciéndole:

—"Salte, hijo, de la pelea y vete. No pongamos toda la carne en el asador. Actúa siempre como buen cristiano y honra mucho a tu madre".
(Texto adaptado)

De ese modo, y gracias al buen hacer del conde de Ureña, pudieron salvar la vida muchos de los hombres que regresaban del desastre de Calaluz; aunque con posterioridad este noble hubiera de soportar también las críticas recogidas en algún cantar de la época que le recriminaba no haber ayudado al de Aguilar:

"Decid, conde de Ureña,
¿don Alonso dónde queda?"

EL CONDE DE CIFUENTES

Ya a los pies del cerro, en una llanura junto al arroyo, el conde de Cifuentes se había atrincherado con muy pocos hombres soportando estoicamente las últimas embestidas musulmanas; en lugar de regresar al real de donde habían partido, tal y como le pedían buena parte de sus hombres. 

Su contención también resultaría a la postre decisiva, pues hizo posible que el número de bajas fuera considerablemente menor al ir recogiendo y poniendo a salvo a todos aquellos desbaratados, que regresaban del infierno al borde mismo de la extenuación.


LA LLEGADA DEL AMANECER

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar el conocido como cerro del Calaluz, las águilas reales serían testigos callados de un cruento escenario: cuerpos despeñados en el fondo de los barrancos, jinetes y caballos asaeteados de madrugada entre los pinos mientras bajaban la vertiente; y los primeros buitres sobrevolando el lugar de la masacre alrededor de los cadáveres o de los desdichados que aun agonizaban con las cabezas abiertas por el impacto de los peñascos lanzados desde las alturas.

Según la crónica de Andrés Bernáldez, el cura de los Palacios, unos ochenta hombres perderían la vida esa noche en nuestra sierra —el padre Mariana habla de doscientos— en un sonado desbarato cuyo eco se extendió por todos los reinos peninsulares dando pie a multitud de romances y cantares.

AL AMANECER

Sopla viento del norte en la vertiente

y revoca en los riscos su rugido;

la escarcha cubre el musgo de las piedras,

las águilas despiertan en los nidos;

y abajo, en la negrura de un barranco,

hay cuerpos de cristianos fugitivos.

 

Aun se escucha el lamento de unos pocos

que agonizan al alba, entumecidos,

y pronto serán pasto de alimañas.

Arriba, en el real del enemigo,

—los siglos se harán eco de su arrojo—

yacen el de Aguilar y otros caudillos.


Las autoridades castellanas lo reconocieron explícitamente como un desacierto ya "que los combatientes cristianos no actuaron como tales" y, siendo la mayoría milicianos, estuvieron más interesados en robar las propiedades del enemigo que en defender a sus caudillos. Su egoísmo contrasta pues con la heroica resistencia y nobleza de don Alonso y de unos pocos caballeros, recordada por la propia reina Isabel la Católica en una carta dirigida a la viuda del noble de Aguilar, en la que llegó a admitir también la justa guerra de los mudéjares.

Retrato de Isabel la Católica
Pintado a principios del siglo XVI por Juan de Flandes
(Fuente: Wikipedia)

ABAJO EN EL VALLE

Y aunque esta cruenta insurrección había tenido lugar arriba en las montañas, sus últimos coletazos alcanzarían directamente a los indefensos campesinos y pastores que trabajaban en las tierras del litoral esteponero, apenas a unas pocas leguas de distancia.

Está documentado en unas antiguas probanzas que, durante los días siguientes, grupos de rebeldes de Calaluz, envalentonados por su inesperada victoria, bajaron hasta el valle arrasando algunos sembrados y robando cientos de vacas y carneros en varios hatos cercanos a la torre de Estepona.

Cuentan algunos testigos en sus declaraciones que los moros condujeron el ganado con gran pericia "por la parte más agreste de la sierra hasta alcanzar su guarida"; y que, una vez en el campamento, después de sacrificarlos, secaron y salaron la carne de los animales para hacer tasajos, curtiendo también sus pieles y fabricando adargas para el combate con el cuero resultante.

Puede que se estuvieran aprovisionando para aguantar en Sierra Bermeja el máximo tiempo posible; aunque también comenta algún historiador que estos asaltos quizá fueran encaminados solo a hacer daño a los cristianos. Pero, toda resistencia tiene un límite; y así ocurriría también con esta rebelión. 

LAS NEGOCIACIONES

Acorralados con sus familias en el fuerte de Calaluz y sin posibilidad alguna de huir, los ánimos de los sublevados parecieron ir apaciguándose poco a poco para centrarse en la única esperanza posible: negociar con los cristianos el exilio a la costa de África. 

A tal efecto, un oficial del ejército español recibiría por esas fechas órdenes de sus superiores para acompañar a un converso que había entablado ciertas conversaciones previas con los mudéjares, pues estaba en el ánimo de todos llegar a un acuerdo y recuperar los cuerpos de don Alonso y don Francisco.

Y con ese importante cometido salió Juan de Escalante —así se llamaba este emisario— desde el campamento cristiano en dirección al cercano arroyo que hacía de frontera natural entre ambas huestes, pues justo allí se iniciaba la imponente subida hasta el escarpado baluarte de los musulmanes. Lo acompañaban un criado del difunto don Alonso y el citado tornadizo.

Cuando llegaron al lugar en cuestión, el eco de sus gritos debió de remontar el vuelo por entre las peñas como lo harían las mismas águilas reales, rompiendo por un momento el silencio reinante en el ahora solitario paraje y llamando la atención de los rebeldes; de tal forma que poco después bajaron con el converso tres mudéjares por la empinada ladera.

Escalante cruzó el riachuelo nada más verlos y, armándose de valor, se acercó a cierta distancia de ellos resultando para su sorpresa que los conocía: uno era un tal Alí Ampanil, que hacía las veces de capitán; y los otros dos, los hijos de un mudéjar llamado Solaytan de Ximera.

Primero estuvieron conversando de lejos —como tanteándose— y debieron de ser convincentes las garantías de seguridad ofrecidas por estos, pues el oficial se atrevió a cubrir la distancia final que los separaba hasta reunirse con ellos. Es más, contaba luego que incluso llegó a darles un abrazo preguntándoles a continuación qué pensaban hacer con los cadáveres de don Alonso y el secretario.

Era costumbre entre los musulmanes consensuar sus decisiones en torno a lo que ellos llamaban la sala —el momento de la oración— y fue allí donde habían surgido las peticiones que traían aquellos emisarios para negociar. 

En concreto, solicitaban doscientas doblas y mil madejuelas para las cuerdas de sus ballestas. Del mismo modo, le hicieron saber a Escalante que querían incluir también en el canje a un joven de Júzcar hecho prisionero por los cristianos; pero que, siendo huérfano, no tendría quién pagara su rescate. Por eso los rebeldes se habrían apiadado de él pidiendo ahora su liberación.

El oficial tenía las ideas claras y les advirtió desde el primer momento que se quitaran de la cabeza lo de las madejuelas, porque no iba a ser posible, tal y como después le confirmarían sus propios superiores al ir a consultarles. A la vuelta, les ratificó de nuevo que nada de cordeles, solo dinero; pues es lógico pensar en no dar a tu enemigo la posibilidad de reparar sus armas.

Fernando II de Aragón, "el Católico"
(Fuente: Wikipedia. Autor: Michel sittow)

También les informó de que el propio rey don Fernando había venido en persona hasta Ronda para resolver este espinoso asunto, lo cual llenó de orgullo a los tres mudéjares. Asimismo, les conminó a  a rendirse y ponerse al servicio de su majestad, prometiéndoles que nada les pasaría por ser amigos suyos; pero estos se negaron tozudamente temiendo que los obligaran —como a otros muchos, según ellos— a aceptar el cristianismo. 

En la larga conversación llegaron a confesarle también que les había pesado mucho la muerte de don Alonso, y que esta se había producido sencillamente porque no lo habían reconocido durante el fragor de la batalla por ser noche cerrada. De lo contrario, les habría interesado mantenerlo con vida para así negociar en mejores condiciones su paso allende.

EL EXILIO

Panorámica de la costa desde Sierra Bermeja
(Fuente: Wikimedia Commons. Autor 15Gitte)

Finalmente, el rey Fernando, que permaneció en la zona hasta primeros de mayo, aceptaría dejarlos marchar firmando un salvoconducto para poder cruzar a Berbería —se cuenta que lo hicieron desde las playas de Sabinillas—; eso sí, con unas condiciones muy severas, puesto que no les estaría permitido llevar consigo nada más que la ropa puesta. Y allí debieron de embarcar, junto con otros muchos, los tres emisarios que habían iniciado las negociaciones con Juan de Escalante: el capitán Alí Ampanil y los dos hijos de Solaytan de Ximera.

Primero se fueron los moros de Sierra Bermeja y luego los de Villaluenga, que también se habían sublevado; pero estos no emprendieron la marcha hasta que volvieron unos observadores suyos enviados al Magreb para atestiguar que los correligionarios de Calaluz habían sido desembarcados allí sanos y salvos.

SETENTA AÑOS DESPUÉS

El eco del desbarato de Sierra Bermeja permanecería en la memoria colectiva durante mucho tiempo. Pero dicen que quien olvida su historia está condenado a repetirla. Y en este episodio que nos ocupa, el conocido aforismo pareció cumplirse a la perfección casi setenta años después, siendo ya rey de España Felipe II, cuando de nuevo tuvo lugar otra rebelión morisca por todo el reino de Granada que terminó alcanzando también estas latitudes de la serranía de Ronda.

El detonante de este nuevo enfrentamiento habría que buscarlo ahora en una Real Pragmática de 1567 aprobada por el monarca "que prohibía hablar o leer en árabe o usar vestimenta de la tradición andalusí, entre otras costumbres".

Principales focos de la rebelión morisca de las Alpujarras (1568-1571)
Las primeras revueltas se produjeron en 1568 en la Alpujarra granadina.
En el momento de la rebelión la población del reino de Granada
apenas alcanzaba los 150.000 habitantes, la mayoría de ellos moriscos.
(Fuente Wikimedia Commons. Autor de la imagen: Te y Kriptonita)

Al parecer, la aparente tranquilidad que reinaba en la zona se vio alterada durante la primavera de 1570 por las incursiones hostiles de algunos cristianos viejos procedentes de Ronda, Olvera, Setenil y Zahara de la Sierra, los cuales intentaban provocar a los moriscos acosándoles para que se alzaran en armas y así justificar posteriores saqueos.

La situación fue a peor y el ejército se movilizó de nuevo produciéndose también robos y atropellos por parte de los soldados en algunas alquerías y aldeas, hasta provocar el levantamiento de los moriscos que esta vez se refugiaron en el fuerte de Arboto —Istán— contraatacando con incursiones por Ronda y su comarca.

Finalmente, Felipe II mandaría al duque de Arcos con un gran ejército compuesto por más de seis mil hombres para sofocar la nueva rebelión, iniciándose la campaña con una inspección previa por nuestra sierra para comprobar si los moros habían vuelto a levantar aquí los antiguos fuertes. 

Cuenta el historiador granadino Ginés Pérez de Hita acerca del regreso al escenario de la batalla casi setenta años después que los soldados pudieron ver todavía por estas cumbres gran cantidad de calaveras de hombres muertos y cabezas de caballos, junto con restos de armas y cuchillas de lanzas; llegando luego hasta lo más alto, adonde fue muerto el famoso don Alonso de Aguilar, al pie de unos peñascos en un llano muy pequeño que allí se hacía.

La imaginación del historiador le lleva a partir de ese momento a terrenos más novelescos citando que había allí una cruz y escritas sobre las peñas unas letras que decían en castellano:

"Aquí murió el de Aguilar,
don Alonso intitulado
de moros sobrepujado,
siendo él solo en pelear".


CONCLUSIÓN

De ese modo se cerraría el círculo de ese trágico episodio en el que un grupo de mudéjares insurrectos, atrincherados en el fuerte de Calaluz, consiguió poner en jaque al ejército cristiano logrando la última victoria del Islam en la península setecientos años después de que Al Táriq derrotara al rey godo don Rodrigo en la famosa batalla de Guadalete. Y fue precisamente aquí, en esta montaña de Estepona, la misma que los andalusíes llamaban en su lengua Yabal al Ahmar —la montaña roja—.



BIBLIOGRAFÍA
  • ALBERTOS, FRANCISCO J. Don Alonso de Aguilar (2018), libro perteneciente a su colección Temas sobre Estepona.
  • ALMELLONES, J. La guerra que terminó con la desaparición de varias aldeas en la serranía de Ronda (Artículo publicado en el Diario Sur)
  • BERNÁLDEZ, ANDRÉS (Cura de los Palacios y capellán de don Diego de Deza, Arzobispo de Sevilla). Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel
  • DE MARIANA, JUAN. Historia general de España
  • EDWARDS, JOHN. Nobleza y religión: Don Alonso de Aguilar (1447-1501)
  • GIL SANJUÁN, JOAQUÍN. Ginés Pérez de Hita y las rebeliones moriscas malagueña
  • LÓPEZ DE COCA CASTAÑER, JOSÉ E. La "conversión general" en el obispado de Málaga (1500-1501)
  • LÓPEZ DE COCA CASTAÑER, JOSÉ E. Notas y comentarios a unas cartas del secretario Francisco de Madrid sobre la revuelta de Sierra Bermeja (1500-1501)
  • MARTÍNEZ ENAMORADO, VIRGILIO / CASTILLO RODRÍGUEZ, JOSÉ A. Allí donde la gente de guerra fue vencida. Una propuesta de identificación para el lugar de la rota del Calaluz
  • PORRAS ARBOLEDAS, PEDRO ANDRÉS. Francisco Ramírez de Madrid. Primer madrileño al servicio de los Reyes Católicos

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