Alí Hamet prisionero en el castillo de Estepona

 ALÍ HAMET (I): PRISIONERO EN EL CASTILLO DE ESTEPONA

Exploradores españoles reman en una bahía
(Fuente: Imagen de los archivos del estado de Florida)


Cae la tarde sobre la aislada fortaleza mientras un joven miliciano hace guardia en la azotea de uno de sus torreones. El frío se deja notar cada vez más conforme el otoño avanza, así que el pobre intenta calentarse envuelto en una capa y echándose el aliento sobre las manos mientras escudriña el litoral. Enfrente, nada de particular: la mar algo rizada, jábegas varadas en la playa, pescadores zurciendo las redes, un grupo de chiquillos —seguramente hijos suyos— lanzando piedras sobre la superficie del agua; y a la espalda, un sol que declina suavemente camino del noroeste.

La vista del vigía se dirige ahora hacia la parte de poniente. Al fondo se distingue vagamente el Peñón; no así la costa africana, oculta tras una cortina de bruma. Parece que todo está en calma, aunque en un momento dado un eco lejano capta su atención: aproximadamente a media legua, una bandada de gaviotas revolotea ruidosa tras una solitaria galera que navega justo en esta dirección. 

Temiendo que se trate de una nave enemiga, el pulso se le acelera. No es para menos; el ataque berberisco a la vecina plaza de Gibraltar del pasado diez de septiembre está todavía demasiado fresco en la retina de todos los esteponeros.

Ese día, aprovechando que la mayoría de los lugareños estaban vendimiando en el campo, más de mil turcos desembarcaron a la altura del santuario de la Virgen de Europa, se desparramaron por la ciudadela provocando el caos a su paso y llegaron a subir hasta las mismas puertas del recinto amurallado. La trifulca se saldó con varias decenas de muertos, setenta y tres prisioneros cristianos y el incendio de algunas naves en el puerto antes de partir con tan suculento botín. Afortunadamente, hoy no es el caso: agitados por una suave brisa,  nuestro hombre ha reconocido los estandartes de las Galeras de España sobre el velamen de la embarcación.

Al ocaso y fondeada frente al castillo, toda la aldea sabe ya de su llegada. Tanto el cielo como el mar, ahora más calmado, se han vuelto de color añil y anaranjado. Los pescadores y los pequeños abandonaron la playa hace un rato y en los adarves de las murallas un mozalbete comienza a encender las mazas de brea sobre las primeras antorchas.

El atalaya, con el moquillo cayéndole por la nariz, continúa observando la escena desde su privilegiada posición: un esquife ha atravesado ahora las olas hasta encallar en el rebalaje y, en una improvisada comitiva, las autoridades locales salen al encuentro de un pequeño grupo de arcabuceros que van subiendo al mismo tiempo hacia el portón de entrada. Varios pasos por delante, con grilletes en pies y manos, un prisionero camina torpemente por la arena. Su aspecto es sucio y desaliñado, pero la numerosa escolta que lo custodia hace pensar que quizá se trate de alguien importante. 

En un momento dado, al lado de la cerca que rodea el recinto, el reo se detiene elevando la vista para contemplar las murallas que se alzan ante él: hay lienzos en muy malas condiciones, igual que alguna de las torres. Pero su parada dura apenas un instante porque, inmediatamente, uno de los soldados se le acerca por la espalda.

—¡Sigue andando, hideputa!— le grita empujándolo violentamente con su arcabuz hasta hacerlo hincar las rodillas sobre el húmedo suelo.

El reo, que ha visto lo suficiente, se incorpora a duras penas ante la atenta mirada del soldado y continúa su pesada marcha esbozando una ligera sonrisa a pesar del golpe. Enfrente, apenas a unos treinta pasos, se acercan los miembros del concejo.

Ambos grupos se funden en uno solo y arriba el vigía comienza a atar cabos acerca de la posible identidad del recién llegado. A lo largo de esta última semana varios arrieros han traído noticias frescas acerca del asalto a Gibraltar; y ahora recuerda como uno de ellos comentó días atrás en el mesón, mientras cenaba junto al calor de la lumbre, que los corsarios habían sido interceptados por una flota española junto a la isla de Alborán, donde terminarían sufriendo un duro varapalo. Por lo visto, en la batalla naval murieron más de mil moros; aunque circulaban rumores de que uno de sus líderes, un tal Alí Hamet, había sido capturado con vida. 

Llega la noche y el firmamento se convierte en un crisol de estrellas. La galera sigue fondeada en la bahía, cuyas aguas han adquirido un bello tono azulado. Iluminado débilmente por el fuego de las antorchas, el castillo se ha quedado ahora en completo silencio tras el bullicio anterior, cuando los aldeanos se amontonaban curiosos en el patio de armas para presenciar la llegada del prisionero. A esta hora ya han regresado a sus casas, mientras que los arcabuceros continuarán en la torre del homenaje custodiándolo hasta el amanecer. El frío es intenso y nuestro vigía espera aterido e impaciente la llegada del relevo. Son guardias muy largas; pero, con una guarnición tan escasa, es lo que toca.

Estimado lector, en esta pequeña escena narrativa inspirada en hechos reales hemos querido recrear cómo pudo haberse producido esa primera toma de contacto del mítico corsario Alí Hamet con nuestro pueblo allá por el año 1540. Si quieres leer la entrada completa sobre los sucesos que tuvieron lugar durante aquel lejano otoño, haz clic aquí.

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